TRIBUNA | EXPERIENCIAS EN PRIMERA PERSONA DE LOS JUEGOS OLÍMPICOS DE PARÍS 2024
Por Bea Ortiz, campeona olímpica de waterpolo.
Todavía recuerdo aquel momento…
Caminaba por primera vez hacia la puerta de presentación donde entrábamos una por una en aquella piscina a rebosar de gente. Era complicado llegar a ver con claridad a las miles de personas que estaban allí sentadas, incluso a los que estaban a pie de piscina. Esa instalación tenía las dimensiones de las de un estadio de rugby y, aunque todos esos jugadores estén acostumbrados a ver sus estadios llenos con esa cantidad de personas animando, nosotras no lo estábamos. Y fue impresionante. Fue único.
Es difícil escribir en estas líneas todo lo que viví en verano, pero más difícil va a ser encontrar las palabras exactas para que podáis revivirlo y sentirlo igual que lo hice yo, bueno, igual que lo hicimos nosotras. Espero conseguirlo. Y para eso, echaré el tiempo unos meses atrás.
La liga había acabado para mi equipo y para mí. No de la manera que esperábamos, pero había sido un año de victorias, derrotas y, sobretodo, de aprendizajes. Un año largo, muy largo. Europeo, Mundial, Copa de la Reina, Supercopa de España, Supercopa de Europa, liga y fases de Champions, entre otras. (Lo sé, es fácil decirlo. Os puedo asegurar que no lo fue jugarlo todo a la vez). Fueron muchas las competiciones que tuvimos en una misma temporada. Todavía no estoy segura de cómo llegamos cuerdas a junio. Pero de lo que sí estaba segura era de que había llegado a un límite muy importante en mi cabeza. No tenía claro de querer enfrentarme a todo lo que me esperaba por delante, no tenía la suficiente fuerza mental para empezar, después de todo el año, una preparación para unos Juegos Olímpicos.
Una preparación con el equipo nacional conlleva pasar más horas con tu equipo que con tu familia. Doblar las horas de entreno de las que se hacen a diario con el club. Dejar a un lado tu vida social. Sacrificar momentos con tu familia, tu pareja, tus amigos o tu mascota; y pasar mucho tiempo fuera de casa. Ellas y ellos pasan a ser tu familia. Pasan a verte en las buenas y en las malas. Y pasan a ser un pilar fundamental en ese camino donde, sin nosotras saberlo, acabaríamos haciendo historia.
Y no sé bien cómo explicarlo, pero un día haciendo una actividad de equipo en esa preparación nos hizo darnos cuenta de eso. Aquella misma tarde, salimos de esa habitación más unidas que nunca. Y ahí lo supe, lo sentí. Íbamos a ser campeonas olímpicas.
Entrenos en Sierra Nevada, en Rotterdam y en el CAR (Centro de Alto Rendimiento) de Sant Cugat fueron todas las salidas que hicimos este verano mientras contábamos los días y las semanas para poder volver a coger un avión rumbo a París. Momentos de incertidumbre, una convocatoria a unos Juegos Olímpicos abierta y el miedo a lesionarse estuvieron presentes a lo largo de toda la preparación. Parece fácil explicar cómo fueron todos esos días entrenando, pero va más allá que todas esas horas que pasamos dentro del agua o en el gimnasio. Son muchos los factores que te pueden hacer estar en tu mejor o tu peor momento, muchos los miedos que pueden hacerte dudar o equivocarte e imprescindible la idea de tener claro lo que quieres de verdad. De lo que estás dispuesta a hacer para conseguir lo que siempre has soñado. Y eso, lo tuvimos claro todas desde el primer momento. Las que conseguimos entrar en esa convocatoria de 13 jugadoras y las que se quedaron a las puertas.
El día que se comunicó al equipo la lista oficial de las jugadoras que íbamos a participar en los Juegos Olímpicos de París 2024, fue un día lleno de sentimientos contradictorios. La felicidad plena de poder estar cumpliendo un sueño (para algunas por primera vez) y la tristeza de ver como algunas de nuestras compañeras se quedaban a las puertas de cumplirlo. La parte amarga del deporte.
El 24 de julio nos subíamos, por fin, a ese avión dirección París. Los primeros días se hicieron largos: llegar a la Villa, conocer dónde estaba cada cosa, entrenamientos diarios por la mañana y por la tarde y hacer la cuenta atrás para empezar a competir.
Pero todo y eso, supimos disfrutar de cada instante y cada momento. Pasear por la Villa mientras te cruzas con deportistas de cualquier deporte y de cualquier país, con estrellas y referentes, deportistas que admiras y multitud de personas que van hacia arriba y hacia abajo. Un comedor inmenso donde necesitamos varios días para poder ubicar donde estaba cada cosa. Y una gran variedad de piscinas donde íbamos a entrenar con un camino distinto cada día.
El primer día de competición nos levantamos con un horario diferente a los días que llevábamos allí. Ese día, te levantas diferente, duermes diferente y te sientes diferente. Los nervios y las ganas se apoderan de ti y sientes que el momento más deseado del verano está cada vez más cerca.
El 27 de julio entrábamos por primera vez a la piscina de calentamiento; una piscina en medio de un estadio enorme, con un techo altísimo y una pantalla colgada encima del campo. No sabíamos lo que nos esperaba una hora y media después cuando entrásemos, por fin, a la que sería la piscina de competición de la fase de grupos. Primer partido de los Juegos y primer partido de grupos contra las anfitrionas y eso solo significaba una cosa: la piscina iba a estar a rebosar. Todavía recuerdo lo que sentí de pie en la tarima junto a mi equipo escuchando la Marsellesa, cantada por todos los franceses que estaban allí animando a su equipo. Los pelos de punta, los ojos vidriosos y las miradas las unas con las otras fueron difícil de evitar en aquel instante.
Una vez superamos aquel partido, los días se vuelven rutinarios. Seguíamos disfrutando de la Villa, de todas las cosas que había por hacer en ella: recreativos, pasear en bicicleta, ir a tomar un café, ir a la tienda oficial de los JJOO o enviar cartas postales a nuestras familias y amigos. Pero los días tenían una rutina marcada y eso hizo que pasasen más rápido. La fase de grupos te permite descansar bien, estar más tranquila, pensar en los partidos, pero con una mentalidad y una tranquilidad que no tuvimos una vez empezaron los cuartos de final. No solo por el simple hecho de que iniciábamos, y no me mal interpretéis, la parte más importante de los Juegos Olímpicos, sino porque además cambiábamos de piscina de competición y eso eran palabras mayores.
Quizá empezó la parte más difícil de sobrellevar en unos Juegos. También la más bonita. Pero allí empezó el momento donde dormir costaba un poco más, nuestras cabezas iban a mil por hora, no nos podíamos permitir fallar y esa presión, esas ganas y esa perfección que queríamos llevar hasta el final, era complicado de gestionar. En ese mismo momento fue cuando me di cuenta del equipo que éramos. Cada una de nosotras tenía sus preocupaciones, sus miedos, sus pocas horas de sueño, lesiones o nervios, pero siempre encontrábamos la manera de seguir en bloque hacia adelante. Si alguna tenía un mal día las demás hacíamos lo posible para cambiárselo y si alguna no podía dormir, la compañera de al lado se quedaba despierta haciéndole compañía. Por las noches antes de irnos a dormir jugábamos unas partidas a juegos de mesa, salíamos a pasear o pasábamos tiempo juntas hablando de cosas que no tuviesen nada que ver con waterpolo. Porque no consistía solo en pasar tiempo juntas, consistía en pasar tiempo de calidad, en sacar la parte humana del equipo, y donde sin nosotras saberlo, estábamos dando el primer paso para subir a ese pódium. Y todos esos momentos, fueron los más bonitos de los Juegos.
El día antes de la final fue un día intenso. Recuerdo no tener el suficiente tiempo como para estar pensando en aquel partido, pero sí lo tuvimos una vez el día acabó y nos tumbamos en la cama. Es complicado parar la cabeza en un momento así, vimos las horas pasar y os aseguro que fueron pocas las que durmieron bien aquella noche. Supongo que jugar una final olímpica son cosas de las que poca gente puede vivir y encontrarte a escasas horas de hacerlo fue una sensación bonita a la vez que nerviosa. Todo y que muchas de nosotras ya nos habíamos encontrado en esa situación antes (para alguna era su tercera final olímpica) nunca aprendes a gestionar esas emociones.
Siempre tenemos por costumbre ir haciendo la cuenta atrás de todo lo que nos queda en competiciones. Son tantos los días que pasamos compitiendo que a veces la monotonía te obliga a encontrar la manera de sobrellevar el campeonato. Muchas comidas y muchas cenas en el mismo sitio, muchos entrenos y muchos desplazamientos a las piscinas. Y el día que llegamos a la piscina de competición era el último trayecto en bus hacia aquel recinto, el último calentamiento de partido y el último partido. Habíamos superado aquel largo verano, habíamos llegado al final de todo y lo habíamos hecho de la mejor manera posible. Aquel calentamiento se hizo larguísimo, los minutos pasaban lentos y no veíamos la hora de salir a prepararnos.
Pero el momento llegó. Nos mirábamos las unas a las otras, en silencio, nos abrazábamos antes de salir, nos apretábamos las manos y sonreíamos. Y tengo que reconocer que aquel momento me hizo emocionarme. Estaba en el sitio que quería estar, con la gente que quería, que admiraba y que me habían ayudado tanto durante todo el verano. Era tan afortunada. A medida que nos acercábamos a la zona para salir a la presentación íbamos escuchando a la gente, el ruido y la piscina a rebosar. Y salir por aquella puerta, ver a más de 16.000 mil personas animando y sentir que mi familia y amigos estaban allí, fue el momento en que me di cuenta que estaba soñando despierta.
Lo de después creo que os lo sabéis de sobra. Una vez saltamos al agua somos capaces de evadirnos del mundo exterior, de centrarnos únicamente en lo que importa y los nervios desaparecen. Supimos dar nuestra mejor versión, disfrutar de cada minuto del partido y hacer disfrutar a todos los que nos estabais apoyando y animando. Los últimos minutos del partido, entre lágrimas, estábamos tocando el cielo y llevando a lo más alto al waterpolo femenino español.